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Por qué me encanta esta crisis

Por qué me encanta esta crisis

@S. McCoy - 13/01/2009

Hoy cambiamos de tercio y vamos a darle al tema un sesgo medianamente optimista, que ya va siendo hora. Premisa principal: esta crisis va a traer mucho más bueno que malo a nuestro país. No les quepa ni la menor duda. Tengo la más que firme convicción. Casi como el puedo prometer y prometo de Adolfo Suárez durante los primeros años de democracia. El argumentario que les propongo es, seguramente, discutible, matizable; hasta censurable. O no. Pero en cualquier caso, pretende simplemente establecer un punto de partida, una primera toma de conciencia de la tarea tan apasionante que tenemos por delante: recuperar el valor de la sociedad como motor de cambio… a mejor, cosa que no siempre ocurre. El resto del discurso, a favor o en contra de esta modesta tesis, lo construirán ustedes con sus aportaciones, as usual. No se corten: valor y al foro, que es todo suyo.

¿En qué me baso? Miren ustedes, creo sinceramente que se va desmontar en España la fantasía que atribuía al “tener” el liderazgo en la escala de valores colectiva. Una riqueza que se ha probado efímera, coyuntural, volátil. Íbamos a lo Di Caprio en la proa del Titanic pensando que el envoltorio garantizaba nuestra seguridad. Y el choque contra el iceberg de la crisis ha puesto de manifiesto que el casco estaba construido con tornillos de mala calidad, como ocurriera por otra parte en la realidad. Era todo una gran mentira. Y esa constatación de la verdadera situación, y de su impacto sobre nuestras vidas, esa muerte de lo circunstancial y el reencuentro con lo esencial, va a traer consigo muchas y muy buenas consecuencias.

¿Cuáles? En primer lugar, una fulgurante recuperación de la austeridad como modo de vida. Es un concepto mucho más amplio que el de frugalidad, contención impuesta o no a la hora de tomar decisiones de gasto y/o consumo. Una reducción semántica lícita, en cuanto refleja de modo inmediato el efecto de la incertidumbre o la carencia sobre el ciudadano, pero excesivamente restrictiva, a juicio de quien esto escribe. La austeridad no es únicamente privación, sino que va más allá. Es reconocer el valor de las cosas, apreciar el esfuerzo necesario para obtenerlas y tener la disponibilidad de ánimo de conservarlas. Es, en definitiva, adecuar las necesidades de cada uno a los parámetros de la normalidad. Vivir según las propias posibilidades. Poner cada cosa en su sitio. Se dice tradicionalmente que no es más feliz quien más tiene sino quien menos necesita. Permítanme que les diga una cosa: es una verdad como un templo. Y ojalá que, aunque pueda venir impuesta al principio, la austeridad llegue para quedarse. Ha llegado la hora de dejar de mirar al vecino y vivir la propia realidad.

En segundo término, va a resurgir la figura de la autoridad. Mientras es el hombre el que gobierna su propio barco, sobran los consejos. Pero en medio de la tempestad, cuando la nave parece que zozobra, se pone de manifiesto la necesidad de una guía adecuada que ayude a capear la borrasca. No me estoy refiriendo a lo que a primera vista pueden entenderse por prescriptores. Políticos, medios de comunicación e incluso jueces han perdido, salvo contadas excepciones, su papel como tales a través del proceso de degeneración de intereses que ha contaminado su actividad en los últimos años. Estoy hablando, por el contrario, de esas figuras que tradicionalmente han contribuido a fijar la escala de valores de la sociedad.Padres y profesores, fundamentalmente. Volverá a estar de moda, como figura emergente en los próximos meses e incluso años, un monosílabo olvidado: no. El pilar de cualquier educación. Y se redescubrirá la libertad no como la posibilidad de elegir entre las múltiples alternativas que pueden determinar mi rumbo vital sino como la coherencia que se deriva de aquél que, sabiendo dónde quiere llegar, toma las decisiones correctas.

Por último, y estoy seguro que esto daría para una mayor profusión de ideas, la pérdida de la gravitación de la vida sobre la propia persona y la incapacidad de actuar sobre ella como el hombre quisiera, va a traer consigo una vuelta de la trascendencia. No entro en el discurso materialista de la mayor o la menor alienación que esto supone o puede dejar de suponer; ni tampoco en el concepto de autoengaño consolador que puede llevar implícita para algunos esta constatación. Lo que subrayo es que hay determinadas preguntas en el hombre que le persiguen desde que toma conciencia de su ser hasta que se muere, cuestiones que se ven periódicamente ahogadas por la apariencia de control sobre la propia vida, ilusión que ayuda a pasar por encima de ellas. Yendo al ejemplo católico, las iglesias están en muchas ocasiones llenas de la utopía de la juventud, dependiente, y de la necesidad de cubrir el riesgo de eternidad de los mayores, dependientes. Y es que la dependencia es, sin duda, una puerta abierta a la trascendencia. Y la apertura madura a la trascendencia, en cualquiera de sus manifestaciones espirituales, supone una gota de agua adicional en el rescate de muchos valores que se encontraban acumulando moho en el trastero de la sociedad o que, presentes en el día a día, habían perdido su acepción original, manoseadas por intereses espúreos.

Crisis como la que estamos viviendo, debido a las causas que las fundamentan y a los espejismos de autosuficiencia que generan, requieren de mecanismos correctores de calado que, desgraciadamente, se han de prolongar en el tiempo para que pongan de manifiesto sus efectos. Sin embargo, son absolutamente necesarios como modo incluso de evitar la destrucción de los pilares que sustentan la estructura de la sociedad. Una sociedad pendular, la que vivimos, para la que esto sí que va a suponer un auténtico cambio de paradigma en relación con el modo de entender la propia existencia y su relación con el medio estos últimos años. Un proceso necesario del que, esperemos, seamos capaces de extraer lo mejor de nosotros mismos en términos de contención, recuperación de la autoridad y rescate de los valores morales. Un trabajo individual o familiar con indudable repercusión colectiva. Eso o la desesperación, la xenofobia y la inseguridad. ¿Entienden ahora por qué me encanta esta crisis?