@S. McCoy - 31/01/2009
El Cuarto Poder está en crisis. Menuda novedad. Lleva en crisis mucho tiempo. Demasiado. Exactamente desde el momento en que perdió la función que la sociedad le había asignado y reemplazó la verdad por la rentabilidad, la objetividad por el interés partidista, la razón por la servidumbre. Los despojos operativos y financieros en que se han convertido gran parte de los grupos de comunicación españoles son una consecuencia más de la ruptura, hace ya décadas, de la identificación entre la causa fundacional y acción a desempeñar por el periodismo patrio, proceso de deterioro paralelo al que han vivido gran parte de las instituciones públicas que nacieron al calor de ese esfuerzo de renuncia colectiva que fue la Transición española. La actual coyuntura empresarial no es lo importante. No se engañen. El problema fundamental de muchos actores del sector es la pérdida de sus señas de identidad: la prostitución de sus principios y la renuncia a sus ideales. De ahí que no me den pena alguna, la verdad. Ni siquiera me inspiran la mínima compasión de quien fue y ya no es, recuerdo del pasado. Se lo han ganado a pulso. De hecho, no creo que se pierda nada con su desaparición. Más bien al contrario: espero que se convierta en la gran oportunidad para que la causa última que justifica la labor de los medios vuelta a brotar con renovado brío para cumplir con la fundamental misión que han de llevar a cabo en cualquier colectividad. Claro que mucho esperar me parece a mi a día de hoy. En fin.
El Cuarto Poder.
Siempre he entendido el concepto de Cuarto Poder desde una triple dimensión. En primer lugar como poder en sí, concepto que servidor entiende, en la particular estructura de estado en la que vivimos y a la que por tanto circunscribo esta reflexión, no en su acepción negativa de conseguir que otros hagan lo que no quieren hacer, lo que a mi juicio es imposición, autoridad y obeciencia, sino como la capacidad de hacer que las cosas cambien, esto es: proposición y acción, que es algo muy distinto. En el contexto social que disfrutamos, hay una coletilla implícita en esa definición: se trataría de procurar que las cosas cambien... a mejor. Es lo que se deduce del resultado de cualquier proceso democrático de elección colectiva de representantes, poderes legislativo y ejecutivo. Nadie vota o designa a quien cree que va a empeorar su calidad de vida o sus circunstancias personales. Es de cajón. Pues bien, en los medios de comunicación no debería ser distinto: tienen una potestad que se habría de traducir, al menos en teoría, en contribución desinteresada al progreso común, en su doble vertiente de avance y mejora. No se trata de una quimera. Vuelvan la mirada a los años inmediatamente posteriores a la fundación de alguna de las cabeceras señeras españolas. Su rentabilidad se derivaba de un círculo vicioso de credibilidad y prestigio que revertía positivamente en la distribución y los ingresos. Qué tiempos aquellos.
Muy relacionada con esta idea se encuentra, en segundo término, la asociación del Cuarto Poder con la tarea auxiliar de control de la actividad de los otros tres poderes del Estado, tal y como los enunciara en su día Montesquieu (a los dos ya citados habría que añadir el judicial). Se espera de la prensa la adecuada labor de supervisión y denuncia, de vigilancia y revelación, de investigación e información. En un mundo tan politizado como el actual, esta misión cobraría, si cabe, mayor relevancia, siendo de hecho el último asidero al que la ciudadanía se podría aferrar en busca de una verdad lo más objetiva posible, si es que ésta existe, como filosóficamente discuten algunos. Por último, la consideración de Cuarto Poder en relación con los medios se refiere, con carácter no tan residual como podría parecer, a su condición de forjadores de criterio, en la medida en la que son fundamentalmente periodistas los que orientan a la opinión pública para que pueda llegar a sus propias conclusiones y actuar en consecuencia. Suponiendo, claro está, que aún quede algo de reflexión y no de mera adhesión incondicional en esta sociedad post-LOGSE de Grandes Hermanos de 40% de share televisivo. Basta con darse una vuelta por la multitud de tertulias que pueblan las radios y televisiones españolas para cerciorarse de esta evidencia. Periodistas y políticos, tanto monta monta tanto, Isabel como Fernando, se han convertido en esos tutto logos que caricaturizan los italianos: los que hablan de todo sin saber de nada. Y el resto de la sociedad civil, doctores, licenciados, generalistas y especialistas, a escuchar. Toma ya.
La pérdida de su razón de ser.
Más allá de chanzas fáciles, el problema fundamental de la prensa española es que no ha dudado en traicionar esa voluntad de mejora intrínseca, propia del ejercicio de cualquier poder en democracia, por la persecución sin desmayo del propio beneficio. Ya no se trata de que las cosas cambien a mejor, sino de que las cosas cambien a mi favor. De ese modo se ha producido una alineación de los intereses de los medios con los de aquellos que, o bien podían aumentar su radio de influencia, o bien podría sustentarlos económicamente. La hermandad con el espectro político o con el ámbito empresarial incide de forma implacable en las otras vertientes de su actividad. No sólo cercena de raíz la objetividad que debería presidir cualquier labor de control parlamentario, gubernamental o de la judicatura sino que provoca, inexorablemente, que las opiniones vertidas individualmente lo sean, salvo contadas y honrosas excepciones, bajo el estigma de la orientación ideológica del paraguas que al opinante cobija. De este modo, no es de extrañar el descrédito que se ha ganado con el paso del tiempo la propia profesión periodística. Cuando algo o alguien renuncia a lo que es consustancial a su propia existencia, termina por convertirse en una caricatura de sí mismo. Casos como el más reciente de Anacleto, agente secreto, de El País, de tan abrupto y extraño final, o la obsesión plurianual 11-M de El Mundo, sin pruebas tan ciertas como las que les sirvieron para ganar crédito con el GAL, son buen ejemplo de ello. Bien está lo que bien acaba. No se puede olvidar. Lo contrario es hablar a humo de pajas.
Alguno podrá argumentar que no hay relación causa efecto entre el deterioro intelectual de los medios de comunicación, al que acabamos de hacer referencia, y su debacle como negocio, al ser este último el resultado más bien de dos factores claramente interrelacionados, endeudamiento aparte: una caída salvaje de la publicidad y la irrupción de Internet como fuente recurrente e inmediata de información, lo que puede hacer que dicha merma de ingresos tenga carácter estructural y traiga consigo una reconversión de la industria que dejará muchos cadáveres por el camino. Discrepo profundamente. Ambos van totalmente de la mano. Porque ha sido la desmedida ambición económica y social de determinados personajes, y su creencia de estar por encima del bien y del mal, la que ha conducido a estructuras operativas y financieras absolutamente inviables en momentos no bajos sino medios de la coyuntura económica. Así, no han dudado así en emprender proyectos de dudosa rentabilidad ex ante, como la lucha por la residual audiencia de la TDT o de las emisoras locales; no les ha temblado la mano a la hora de sobrepagar por activos de dudoso valor intrínseco, como el gratuito Qué que cualquiera con dos dedos de frente podía entender su brutal apalancamiento al ciclo; no han dejado de confiar en que la salvaguarda administrativa que les daba resguardo oportuno iba a estar ahí siempre con independencia de las circunstancias, caso Sogecable-Mediapro.
¿Crónica de una Muerte Anunciada?
Si con ello hubieran pretendido cumplir con ese papel de celosos guardianes de los intereses de la ciudadanía, de control de las demás instituciones del estado o de aliento a la sociedad civil, olé sus narices. Pero desgraciadamente no ha sido así. Han preferido renunciar a sus principios antes que a sus beneficios. Así les ha ido. Ha primado la imposición frente a la información y ahora pagan por ello. Sólo les quedan dos opciones: travestirse aún más en busca del favor de unos y otros, camino fácil que permite sustentar los egos en un negocio donde abundan por doquier, o tomar la utópica determinación de volver a las raíces de lo que magnifica su actividad, recuperando todo lo que ha hecho grandes a los grandes periodistas de la Historia. Desgraciadamente, la elección la tienen clara. No tengan duda alguna de que será su condena definitiva. Amén.