Conocí la industria de los huertos solares en la primavera del año 2006. Trabajaba entonces para la banca privada de un banco internacional con amplia presencia en nuestro país. A través de uno de los pioneros en la comercialización de este tipo de activos en España, se nos ofreció el colocar hasta 20 megavatios de potencia fotovoltaica entre nuestros clientes. Se trataba de una inversión, a priori, a balón parado. La norma que entonces regulaba la tarifa, el RD 436/2004 de 12 de marzo, ofrecía una prima sobre la misma del 575% los primeros 25 años, y del 460% los restantes de vida útil de la planta, a aquellas instalaciones cumplieran unas determinadas características, que luego veremos. Se trataba de una operación muy apalancada, doble negocio para el banco, con el coste de financiación cerrado de antemano, que prometía rentabilidades superiores al 10% anual en un umbral temporal cercano a los 40 años. Casi nada.
Efectivamente, no era una decisión exenta de riesgos, si bien el binomio retorno-incertidumbre claramente jugaba a favor del primero. La obtención del suelo con sus correspondientes licencias, el aprovisionamiento de los paneles, el acuerdo de suministro e incluso la propia inscripción registral podían alargar los plazos y estropear una oportunidad que tenía fecha de caducidad. La propia norma contemplaba el final de esas ventajosas condiciones una vez que la potencia instalada en España alcanzara, ríanse ustedes, la cantidad de 50 megavatios, el triple, de hecho, de lo que había en el total de la Península Ibérica a finales de 2005. En la actualidad, y según datos de la propia industria, 2008 podría concluir con 1.800 megavatios de producción solar fotovoltaica conectados a la red eléctrica (frente a los 812 a final de julio). Exactamente cuatro veces y media más de lo que el gobierno preveía para, agárrense a la silla, finales de 2010. Se ha producido un boom innegable al que, más allá de los casos de corrupción derivados de las calificaciones de suelos o vinculados a la concesión de licencias administrativas -lo que ha aflorado en Castilla y León es sólo la punta del iceberg de un fenómeno presente en toda España-, sólo cabe poner un PERO, con mayúsculas: está, en gran medida, edificado sobre un gigantesco fraude de ley.
En efecto, el Real Decreto de 2004 no era sino el desarrollo legislativo de una serie de iniciativas paneuropeas y nacionales que buscaban incrementar el porcentaje de satisfacción de la demanda energética por medio de las energías renovables. Para ello se establecía un sistema de primas que perseguía fomentar su desarrollo a la vez que salvaguardaba los intereses de unas compañías eléctricas a las que la norma obligaba a adquirir la producción que por dichas fuentes se obtenía (de ahí la seguridad de los cash-flows del modelo). En el caso específico de la energía solar fotovoltaica sólo se podrían beneficiar de las bonificaciones aquellas instalaciones que tuvieran menos de 100 kW de potencia instalada por titular y punto de evacuación a la red. Una apuesta clara por el pequeño productor y el autoconsumo. Pero, claro está, hecha la ley, hecha la trampa. Bastaba, con la connivencia de todos los interesados, con crear tantas sociedades como fuera necesario para poder acaparar huertos que disfrutaran, aun dentro del mismo parque, de distintos puntos de evacuación. Un hecho que, sorprendentemente, reconoce explícitamente el suplemento de Expansión de este lunes sobre la XXIII Conferencia del sector que está teniendo lugar en Valencia a lo largo de esta semana. Cito literalmente: "aunque operativa y legalmente el máximo para producir dentro de la tarifa fotovoltaica son sistemas de cien kilovatios, los promotores utilizan esta potencia como base y crean sociedades distintas para explotar cada una de estas unidades". Con un par. Total, a estas alturas de la películo, para qué esconderse.