Caos financiero. Mis motivos para ser optimista
@S. McCoy - 17/09/2008
Uno tiene que ser consecuente con las posturas que ha defendido a lo largo del tiempo. La consistencia es fundamental para dar validez a los propios argumentos. De lo contrario ustedes mismos me acusarían, de forma completamente fundada, de defender una cosa y su contraria en función de donde sopla el aire. Trato, en esta columna, que no sea así y si esporádicamente ocurre, no duden en usar mi correo electrónico para tirarme de las orejas cuantas veces sea necesario. De hecho, ya lo hacen. Les cuento todo esto porque sorprendió, a los que me preguntaron ayer acerca de cómo veía el patio, el que les contestara que era más optimista que antes del fin de semana. Era más que evidente su absoluto desconcierto. Una creencia firme, que no una pose para el recuerdo. No es que no sea consciente de la magnitud del problema que estamos viviendo, que lo soy. Pero, pese a ello, o precisamente por ello, creo que, por primera vez en mucho tiempo, el mercado entra en una dinámica propia de selección natural, darwiniana cabría decir, en la que la supervivencia de los más fuertes que, en este caso, paradójicamente, son los más prudentes, va a cobrar finalmente cuerpo. Y eso es un motivo para la esperanza.
No me malinterpreten. Este optimismo, que les garantizo que no comparte el carácter antropológico de otros personajes mediáticos, más bien al contrario, parte de una doble consideración: uno, se refiere a la resolución de la crisis financiera internacional, no a la superación de las dificultades que nos esperan en España no durante uno o dos años, sino, al menos, hasta 2012; segundo, no está ligado a un horizonte temporal limitado, es decir: no es cortoplacista ni una invitación a lanzar las campanas al vuelo y pensar que lo peor ha pasado. Todos los que han hecho pronósticos parecidos en los últimos meses se han tenido que comer sus palabras. El suelo vendrá sin avisar, como ocurre en todos los procesos de crisis que desembocan en pánico. Y está más cerca de que llegue. Aquí hay un enfermo de cáncer con una metástasis muy extendida al que le han dicho que existe una posibilidad elevada de curación si se opera. Bien, el potencial optimismo, que es el que comparto, de este mega paciente que es el sistema financiero mundial, no se deriva de una menor preocupación por su situación, que no ha mejorado ni un ápice y es tremendamente complicada, sino de que, tras múltiples sesiones de quimio y radio con escaso resultado, el mundo al revés, por fin le han diagnosticado bien y le ofrecen una solución real que puede concluir con éxito. Habrá que abrir, sí; cortar, también; guardar reposo, por supuesto; vivir bajo la permanente amenaza de la reproducción del tumor, también. Cabe incluso que no salga adelante. Pero eso no quita para que, por fin, pueda mirar al frente pensando que hay un futuro, cosa precisamente que ahora rechazan los que negaban en los últimos dos años la evidencia del desastre que se avecinaba, -los Visionarios de la imprescindible pieza de Francois Sicart-. The trend is your friend y toca una de vaso, no medio vacío, sino yermo de líquido. Me niego a ir con la mutltitud. Hay que tomar distancia.
¿Por qué precisamente ahora, McCoy? Tras años de ser el cenizo oficial del mercado, ha llegado el día.Obviamente el catalizador ha sido el derrumbe de Lehman; el primero explícito al que se unirán otros muchos. Probablemente es de las primeras decisiones, bueno de las no decisiones, acertadas que han tomado las autoridades monetarias norteamericanas, esos desafortunados oncólogos, desde el inicio de la crisis. Claro que, qué se puede esperar de unos reguladores incapaces de tomar medidas contra cíclicas de contención del crédito, o de control de los nuevos instrumentos financieros, en los momentos de bonanza. El ejemplo del pirómano enviado a apagar el fuego huele ya de puro manido, pero es cierto. Un comportamiento asimétrico, miedo al saneamiento del mercado, condescendencia frente a sus excesos, que se puso de manifiesto, una vez más, en su precipitación por abaratar el precio del dinero, establecer ventanas de liquidez extraordinarias de escaso predicamento o propiciar rescates arbitrarios como el de Bear Stearns en el que la propia supervivencia de su rescatador, JP Morgan, era la que estaba en juego como principal contrapartida de sus posiciones de derivados.
A base de propuestas extraordinarias ha logrado convertir un problema de disponibilidades líquidas en otro de confianza y, por último, de solvencia. Todo un éxito. Sus últimas locuras -vestidas de un aura de excepcionalidad, urgencia y compromiso- consistentes en, uno, rebajar la calidad crediticia (claro que cualquiera cree a las agencias de rating, otras que…) de los activos admitidos a descuento en las ventanas de liquidez de la Reserva Federal, hasta incluir valores de renta variable, y, dos, en lo que está por ver si es un error del FT o si realmente es así, incluso permitir que las entidades puedan usar los depósitos de sus clientes para financiar su banca de inversión (toma Jeroma que es de goma), en contra de lo que indica la más mínima prudencia financiera, son buena prueba del paroxismo de la laxitud al que se está llegando al otro lado del Atlántico en el intento por poner puertas al campo. Ejercicio que se realiza ante el estupor de unos contribuyentes anonadados con la capacidad de arriesgar el balance que tiene su Banco Central.
La alternativa a la acción pública que, obviamente, tendrá que asumir un papel regulatorio y supervisor distinto a partir de ahora, se acabaron las bromas, no puede ser otro que el devenir de las fuerzas del mercado. Una corriente de exceso de crédito que amenaza con anegar todo lo que se ponga por delante en un efecto cascada que va a llevar a bajadas en el precio tanto de los activos reales como financieros, a un incremento sustancial de la aversión al riesgo y a un entorno restrictivo de liquidez durante una franja temporal que es imposible delimitar (aunque ayer Credit Suisse y Morgan Stanley coinciden en que el suelo se producirá a mediados del año que viene). El impacto sobre la economía real será, sin duda, innegable en términos de empleo y crecimiento económico global, con los emergentes sufriendo una importante repatriación de capital foráneo que limitará sus actuales expectativas. Pero, aún así, es una crisis anunciada, con sordina o sin ella, por muchas voces, las de los Moralistas de Sicart, durante mucho, demasiado, tiempo sin que la industria haya atendido sus advertencias, consecuencia de un modo, igualmente asimétrico, de remuneración, que premia el resultado a corto frente a la supervivencia del empleador. Y los que se hayan preparado, por el camino, serán los que puedan asomar la cabeza en un futuro no muy lejano. Estaban avisados. No hay excusas.
Aún a riesgo de caer en lo que Evans-Pritchard, en su último artículo del Telegraph, denomina “infantilismo del libre mercado”, creo sin temor a equivocarme que, visto lo visto, el menos malo de los remedios es propiciar un abrupto cataclismo que genere un efecto cascada sobre todas aquellas entidades que habían sistemáticamente apostado por capitalizar las ganancias y socializar las pérdidas y que ahora se ven excesivamente dependientes de la financiación mayorista con una cartera deplorable de activos tóxicos detrás. Sería una imprudencia por mi parte no tener en cuenta el posible riesgo que para el conjunto del sistema se podía derivar de una situación tal. Pero si algo que han demostrado los mercados en los últimos años es su capacidad de regeneración en periodos razonablemente cortos de tiempo, siendo ésta, precisamente, la razón que se encuentra detrás del pronto olvido de las crisis anteriores, -cierto, la actual es de todo menos comparable-, y la recurrente repetición de los errores que las originan en el tiempo. En una habitación oscura sólo se ve la luz que asoma por debajo de la puerta. Es condición intrínseca del alma. A esa pequeña esperanza me aferro yo hoy. Ahora, a exponerme a sus collejas.