El Mejor Valor Añadido de 2008
@S. McCoy - 18/12/2008
Aquella noche María, por fin, descansó tranquila. El niño dormía plácidamente en su pecho y José daba cabezadas, abrumado por los acontecimientos de las últimas horas. Sólo se oía el sepulcral silencio de la noche. De pronto, agotada, sonrió. Acababa de recordar la cara de pastores y reyes cuando el posadero bajó, escoba en ristre, para dispersar a aquellos que se agolpaban en la puerta de su pajar y amenazaban con espantarle la clientela. Baltasar se había quedado más blanco que las ovejas. Le vino a la mente el ceño fruncido de aquél hombre airado. Ni siquiera había reparado en la nueva criatura. Acarició suavemente la cabeza del bebé. Aunque Dios esté en medio de nosotros, no existe para quien no le quiere ver, pensó. Por mucho que sea evidente. Da igual que estemos en Navidad. Y mientras el sueño se adueñaba de María, su mente se remontó nueve meses atrás, a esa primavera tan extrañamente fría en su casa de Nazareth.
La mañana transcurría como otra cualquiera. Padre y madre habían ido al mercado, y ella se afanaba por mantener el hogar caliente y acicalar la casa para su llegada. Debía aprender pronto su papel. Pocos días antes la habían desposado con un chico poco mayor, con el que se casaría cuando cumpliera los 14 años. Echaba de menos los juegos infantiles que presidían su vida tan sólo unos meses antes. Pero no cabía elección; no había tiempo para adolecer de nada. El paso de niña a mujer era una mera cuestión de fechas, así lo establecía la tradición. Y María, que no quería decepcionar ni a sus padres ni a su futuro marido, buscaba la perfección en todo lo que hacía. Había aprendido de Joaquín y Ana que quien es fiel en lo menos está preparado para ser leal en lo más. Qué suerte de familia tenía. Ojalá pudiera ella formar otra igual. Bonitas ensoñaciones.
Y entonces, ocurrió. Fue como un leve susurro del viento, como esa primera gota de lluvia que apenas alerta, pero que pone en marcha los sentidos. Alégrate, María, que Dios se ha fijado en ti, decía una voz suave pero firme. Alégrate. Curioso saludo de quien se acerca a destrozarte el plan de vida que tienes marcado. Alégrate porque estás esperando, porque no hay explicación racional alguna que puedas dar, porque te expones a la amenaza del repudio y la lapidación, porque el proyecto que Dios tiene sobre ese niño escapa a tu comprensión. Alégrate, sin embargo, que traigo motivos para tu alegría. Imposible; no puede ser, racionalmente no. Pero el calor que sentía en su corazón la invitaba a confiar. Olía a los brazos de su padre, a la ternura de su madre, a las risas que seguían siempre a las confidencias con su prima Isabel. Y el Sí, Hágase, brotó espontáneamente en sus labios. Nunca había sido tan feliz como en aquél momento. Rompió a llorar. No podría imaginarse hasta mucho después que el rumbo de la Historia iba a cambiar de su mano; de la mano de un embarazo no deseado. Cosas del Señor.
En aquellas cuarenta semanas que habían transcurrido desde entonces, María había descubierto la profundidad del saludo del ángel; el verdadero valor de la alegría. “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”, había pronunciado en casa de Zacarías al poco de la anunciación. No se trataba de la euforia propia de un momento puntual, ni siquiera de la satisfacción que provoca el que las cosas vayan más o menos bien. De hecho, para su familia nunca irían bien, humanamente hablando. Era algo completamente distinto. Un estado interior: la conciencia de sentirse amada, arropada, querida, llevada de la mano, fuerza para amar, arropar, querer, llevar de la mano a los demás y, en especial, a su hijo recién nacido. La alegría del ser amado, por el amor que recibe; la alegría del que ama sin esperar nada a cambio, por el amor que desprende. Algo que no depende de las circunstancias externas sino de la toma de conciencia sobre la propia vida, su misión y su valor. Qué bien entendía esto desde su recién estrenada maternidad.
Antes justo de conciliar por fin el sueño, en la noche en que Dios estrenaba su presencia en medio de la Humanidad, María se estremeció. Un presentimiento de lo que estaba por venir recorrió en forma de escalofrío todo su cuerpo. No temía por su bebé. En definitiva, antes o después, asumiría su papel de Hijo de Dios, con el destino que su Padre le tenía reservado y que ella entonces desconocía. Era, más bien, una sensación de enorme tristeza, de extraordinaria soledad. La toma de conciencia de que, como había ocurrido horas antes con el furibundo posadero, el Hombre iba a seguir viendo pero no observando, oyendo pero no escuchando, hablando pero no entendiendo. Perseguido por las prisas, sus días tendrían horas pero estarían vacías de momentos. Preocupado por buscar una verdad que justifique su existencia fuera de sí, abandonaría la Verdad que habita en su corazón. Jugando a ser dios, adoptaría la peor de sus versiones, la que da preeminencia al capricho arbitrario y la futilidad de la vida humana. Escondería lo que le recordara su debilidad y caducidad; confundiría la esencia inmutable con su mutante, hasta la muerte, forma corporal; renunciaría a ser a cambio de tener. Por primera vez, el corazón de María compartía algo del Alma del Dios recién nacido. Una lágrima cayó por su mejilla. Y fue entonces cuando, nueve meses más tarde, de nuevo el Alégrate resonó en su interior. ¿Acaso te has olvidado? Para Dios no hay nada imposible. En aquél momento Jesús abrió los ojos y a María le pareció que sonreía. Le apretó contra su pecho, poso sus labios en su frente y, finalmente, se durmió.
Llega la Navidad. Y lo urgente de las obligaciones que nos hemos creado, concesión al mundo moderno, desvía la mirada de lo importante que verdaderamente ocurre estos días. Les invito, desde la fe de cada uno, a redescubrirlo. Escuchar cómo habla el silencio, sentir cómo calientan los abrazos, disfrutar de una sonrisa, dejar las prisas para otro día, mirar con los ojos del corazón, saber que las grandes cosas son la suma de muchas otras más pequeñas, valorar la compañía, soñar. Yo, sinceramente, les deseo lo mejor en estos días. Que la fuerza transformadora del Niño Jesús en el pesebre alcance su razón, su alma y su espíritu. Y que este pueda ser, a fin de cuentas, el mejor Valor Añadido de este año 2008. Como hiciera en 2007 con este mismo final, se lo deseo con todo mi cariño. Feliz Pascua del Nacimiento del Salvador.