«La principal lección de la historia es que los hombres no aprenden las lecciones de la historia» (Aldous Huxley).
En el siglo tercero después de Cristo el mundo sufrió un cambio climático. Hasta entonces el imperio Romano había disfrutado de un clima estable, cálido y húmedo, que incluso permitía el cultivo de la vid en Inglaterra, pero entre el año 200 y el 300 el clima se hizo más frío y seco, probablemente debido a varias importantes erupciones volcánicas registradas (ver bibliografía).
Como consecuencia del cambio climático la producción de cereal en Egipto, el norte de África y la península Ibérica, sus principales graneros, se redujo, como demuestran los registros. Al mismo tiempo las conquistas del Imperio Romano se habían detenido por falta de vecinos lo suficientemente ricos y débiles para que valiera la pena la expansión, y consecuentemente no había ingresos militares, pero los gastos militares no se redujeron sino que aumentaron. Las legiones debían mantenerse bien pagadas o se rebelaban y nombraban nuevos emperadores. La disminución de ingresos por debajo de los gastos y la reducción de cosechas provocaron la grave crisis económica del siglo tercero. La respuesta fue devaluar la moneda reduciendo su contenido en metales preciosos.
La inflación es tan antigua como el dinero: Contenido en plata del denario romano durante la crisis fiscal del siglo III.
El efecto de disminuir el valor del dinero es siempre el mismo, los precios se disparan, la economía se resiente y disminuyen aún más los ingresos por impuestos. La siguiente respuesta fue aumentar los impuestos y se incrementó la burocracia destinada a producir y hacer cumplir leyes cada vez más numerosas y complejas con el objeto de extraer la mayor cantidad de riqueza posible de las clases productivas, mientras los muy ricos estaban exentos de impuestos. El comercio a larga distancia, la principal fuente de riqueza del imperio, se colapsó por el exceso de impuestos, la inseguridad de las rutas, el empobrecimiento de la clase media y la devaluación de la moneda. Los ciudadanos hartos de impuestos abandonaban los oficios para vivir de los subsidios y en general los habitantes de las ciudades, la marca distintiva del imperio, las abandonaban por el campo. Los terratenientes cambiaban las cosechas de exportación por productos locales utilizados en trueque. Las monedas de oro y plata desaparecieron, acumuladas para retener su valor en una economía en declive. Aún hoy en día se siguen encontrando tesoros enterrados por sus dueños en los turbulentos siglos III y IV, y que no pudieron recuperar, como el reciente tesoro de 159 monedas de oro en St. Albans (Inglaterra).
Algunas monedas del tesoro romano de St. Albans (UK), encontrado por un buscador novato en su primer día.
La posesión de tierra no era una solución al problema de los romanos. Fácilmente imponible, estaba además sujeta al pillaje de las bandas de bagaudae, peligrosísimos indignados anti-sistema de la época. Para evitar que las tierras se abandonaran surgieron leyes obligando a los que las trabajaban a seguir haciéndolo de por vida y haciendo que los hijos heredaran esa obligación, creando la servidumbre que dio origen al sistema feudal, que sería adoptado dos siglos más tarde por los invasores bárbaros, que no eran terratenientes sino nómadas pastoriles.
En el año 251 una plaga de viruelas (auténtico cisne negro) diezmó a la población complicando la situación. En el año 260, aprovechando la derrota y captura del emperador por los persas sasánidas, el imperio se rompió en tres estados, los imperios Romano, Gálico y Palmirano, en guerra entre ellos y contra los invasores que los atacaban en todas sus fronteras. La Dacia y los Campos Decumanos fueron abandonados y Mesopotamia entregada a los persas, territorios perdidos para siempre.
El 260 fue el momento álgido de la crisis, con el imperio roto en tres estados y bajo ataque por todos los frentes.
A partir del 270 Aureliano empezó a restaurar el imperio expulsando a los invasores y derrotando a los secesionistas. Pero Roma nunca volvería a ser la que fue. A pesar de que el clima empezó a mejorar, su sistema económico había quedado irremediablemente dañado. Los bancos habían quebrado en masa. No había dinero para reconstruir lo destruido. La Pax Romana era una quimera y las ciudades se rodeaban de murallas. El imperio era ingobernable y se hizo necesario dividirlo. El feudalismo se extendía con los terratenientes que oprimían a sus siervos al amparo del estado. Lo único que quedaba de la antigua Roma era su ejército que se transmutó en un ejercito de mercenarios dirigido por mercenarios.
El emperador Aureliano consiguió reunificar el Imperio pero no resolver la crisis económica.
Durante más de un siglo Roma fue capaz de contener militarmente a sus enemigos, aunque nunca volvió a tomar la iniciativa. Pero en el año 338 se inició en Asia Central la peor sequía en 2000 años de registro dendrográfico. Una sequía que duró 40 años hasta el año 377 y que dejó sin recursos a los nómadas pastoriles de esa amplia región, que se agruparon en la confederación Huna y se desplazaron hacia el Oeste arrasándolo todo a su paso y desplazando o destruyendo a todos los pueblos en su camino. Para el año 370 los Hunos habían llegado al Norte del Mar Negro, donde procedieron a conquistar a los Alanos y a destruir y poner en fuga a los Reinos Godos. En el 395 comenzaron a atacar el imperio Romano. Quince años más tarde Roma había sido saqueada por los Visigodos y agonizaría durante medio siglo.
La confluencia de factores climáticos, epidemias, malas decisiones políticas y económicas, guerras innecesarias, gasto por encima de lo recaudado, destrucción de la moneda y extracción abusiva de la riqueza de las clases productivas para sostener a las improductivas no ocurre por casualidad. Es una constante miremos donde miremos, los reinos musulmanes de la Península, el imperio Español, el Japón de 1930, los imperios de Mesoamérica, la Isla de Pascua y muchos otros. Siempre se añade una crisis de liderazgo, que es a la vez consecuencia de la crisis y causa de su empeoramiento.
Crisis de liderazgo: Durante la crisis del siglo III, entre el 251 y el 300 Roma tuvo 31 emperadores.
Los sistemas organizativos van incrementándose progresivamente en complejidad conforme se enfrentan a retos. Cada nivel de complejidad añadido supone un coste y produce un beneficio. Es una ley de los sistemas que debido a las ineficiencias ineludibles cada nivel que incrementa la complejidad presenta un mayor coste y un menor beneficio, al tiempo que hace el sistema menos robusto. Cuando la organización se ha hecho tan compleja que consume la mayoría de los recursos que se generan, el sistema deja de expandirse y entra en un estado en el cual trata de sobrevivir a las crisis mediante medidas cortoplacistas, dado que la completa regeneración del sistema es imposible de realizar por quienes se benefician de él. Es en ese estado cuando inevitablemente termina por haber una confluencia de factores que superan la capacidad del sistema y dado que no hay arreglo parcial posible, el sistema se derrumba, bien por agentes externos o internos. La aparición de un liderazgo fuerte y capaz, como el de Aureliano puede retrasar el final del sistema, pero no evitarlo.
Adivina en qué punto nos encontramos.
Henos aquí en otra encrucijada de la historia, habitando el sistema organizativo más complejo jamás diseñado y que habiendo llegado a sus límites se enfrenta a una confluencia de factores que lo ponen a prueba. En ausencia de liderazgo que retrase su final, de nosotros depende, no salvar el sistema, sino desmontarlo y reconstruirlo bajo nuevos principios, dado que el sistema no puede ser salvado. No se puede construir un sistema sostenible bajo las premisas del actual y con las estructuras del actual. Todos debemos ser anti-sistema, pero en un sentido creativo, no destructivo, concentrándonos en el sistema que debe sustituirle, porque la alternativa es, como sucedió en Roma, dejar que el nuevo sistema lo organicen los ganadores de la crisis, lo que podría producir un feudalismo moderno.
Los que no creen en la fragilidad del sistema deberían saber que actualmente el mundo tiene reservas de comida para 74 días (ver llamamiento de la ONU), y que esa cifra sigue una tendencia descendente a lo largo de la última década, donde la mitad de los años se ha consumido más comida de la que se ha producido. Las cosechas son nuestro talón de Aquiles ante el cambio climático, como lo fueron para Roma.
Bibliografía científica de los cambios climáticos que se mencionan en el artículo:
Michael McCormick et al. Journal of Interdisciplinary History, XLIII:2 (2012), 169–220
The Observer. 13 de octubre de 2012.
Paleorama en Red