Dani Rodrik es un conocido profesor de economía de la Universidad de Harvard que, nacido en Turquía, pudo cursar estudios en esa prestigiosa universidad americana gracias al saneado negocio de su padre, una fábrica de bolígrafos protegida de las importaciones por los elevados aranceles turcos.
Por eso, reconoció con humor en una entrevista al New York Times que su brillante carrera como economista era resultado de la política de “sustitución de importaciones”; y es uno de los pocos economistas célebres que lleva años llamando la atención sobre la importancia práctica del llamado “Teorema del Second Best (“teorema del sub-óptimo” o, de forma más libre y esclarecedora, “teorema de las imperfecciones”).
Teorema del sub-óptimo
Como expuse tiempo atrás, el citado teorema fue formulado en 1956 por un economista canadiense, Richard Lipsey, en colaboración con otro australiano, Kevin Lancaster, cuando ambos investigaban sobre la teoría del comercio internacional en la London School of Economics. El teorema afirma que cuando una economía está sujeta a varias restricciones o imperfecciones que la alejan del ideal de una economía de mercado perfecta e impiden que alcance una situación de máxima eficiencia (esto es, un “óptimo de Pareto” o first best, en lenguaje económico), suprimir sólo una de tales imperfecciones –pero no todas– puede resultar contraproducente.
Como expuse tiempo atrás, el citado teorema fue formulado en 1956 por un economista canadiense, Richard Lipsey, en colaboración con otro australiano, Kevin Lancaster, cuando ambos investigaban sobre la teoría del comercio internacional en la London School of Economics. El teorema afirma que cuando una economía está sujeta a varias restricciones o imperfecciones que la alejan del ideal de una economía de mercado perfecta e impiden que alcance una situación de máxima eficiencia (esto es, un “óptimo de Pareto” o first best, en lenguaje económico), suprimir sólo una de tales imperfecciones –pero no todas– puede resultar contraproducente.
La idea le sobrevino a Lipsey como un “destello cegador” mientras estudiaba la teoría de las uniones aduaneras: si un país se incorpora a una unión aduanera movido por el deseo de abrir sus fronteras al comercio internacional y acercarse al ideal del libre comercio, puede sufrir una inesperada y perversa “desviación de comercio” hacia productores extranjeros ineficientes. En efecto, como en una unión aduanera sólo se suprimen aranceles respecto a otros países de la unión, pero no respecto al resto del mundo, los proveedores extranjeros tradicionales –por hipótesis, los más eficientes del mundo– pueden resultar desplazados, si no forman parte de la unión aduanera, por otros más caros exentos de arancel.
Así pues, como señaló Lipsey, un paso aislado hacia el ideal puede, en ocasiones, resultar contraproducente; y una medida o restricción alejada del ideal puede, a veces, resultar útil. Todo dependerá de las circunstancias concretas del caso, sin que resulte fácil generalizar.
Criterios de convergencia
Durante la negociación del Tratado de Maastricht nadie invocó, de forma expresa, el teorema del second best, pero la justificada insistencia de muchos en que sólo debían acceder a la moneda única aquellos países que cumplieran ciertos “criterios de convergencia” fue una sensata aplicación inspirada en el teorema. Por desgracia, sin embargo, las condiciones de acceso al euro –una tasa de inflación baja, un nivel moderado de déficit presupuestario…– no se formularon con la suficiente amplitud y rigor. En particular, no se establecieron –entre otras razones, por la dificultad de enunciarlas con precisión y, aún más, de cumplirlas– condiciones relativas a la competitividad y flexibilidad de las economías llamadas a compartir la moneda única. Una de las más trascendentales –relegada, además, porque la formuló, tardíamente, la delegación británica, enemiga declarada de la unión monetaria– fue la afirmación de que la renuncia al tipo de cambio como mecanismo de ajuste sólo era prudente para aquellos países que gozaran de un mercado de trabajo flexible y no fueran proclives al desempleo estructural.
Durante la negociación del Tratado de Maastricht nadie invocó, de forma expresa, el teorema del second best, pero la justificada insistencia de muchos en que sólo debían acceder a la moneda única aquellos países que cumplieran ciertos “criterios de convergencia” fue una sensata aplicación inspirada en el teorema. Por desgracia, sin embargo, las condiciones de acceso al euro –una tasa de inflación baja, un nivel moderado de déficit presupuestario…– no se formularon con la suficiente amplitud y rigor. En particular, no se establecieron –entre otras razones, por la dificultad de enunciarlas con precisión y, aún más, de cumplirlas– condiciones relativas a la competitividad y flexibilidad de las economías llamadas a compartir la moneda única. Una de las más trascendentales –relegada, además, porque la formuló, tardíamente, la delegación británica, enemiga declarada de la unión monetaria– fue la afirmación de que la renuncia al tipo de cambio como mecanismo de ajuste sólo era prudente para aquellos países que gozaran de un mercado de trabajo flexible y no fueran proclives al desempleo estructural.
Es cierto que en el año 2000, apenas iniciada la unión monetaria, los países de la Unión Europea se fijaron en la cumbre de Lisboa un ambicioso objetivo de reformas dirigidas a promover la competitividad de la economía europea. Pero casi ninguno –tampoco España– le dieron a esa “Estrategia de Lisboa” la trascendencia que tenía. Por eso, al calor de la bonanza que acompañó al nacimiento del euro, los problemas estructurales y la pérdida de competitividad cayeron en el olvido, como señalaba ayer en Financial Times el presidente Van Rompuy.
España y el euro
La experiencia de España como miembro del euro ha corroborado, por desgracia, la sabiduría del teorema del sub-óptimo.
La experiencia de España como miembro del euro ha corroborado, por desgracia, la sabiduría del teorema del sub-óptimo.
La incorporación de España al euro fue, desde luego, un gran paso adelante. Pero la sustitución de la peseta por el euro fue una mejora parcial que no vino acompañada de otras reformas profundas que mitigaran los potenciales efectos perniciosos de la brusca caída de los tipos de interés que produjo nuestra integración en el euro. La consecuencia de esa mezcla fue un prolongado diferencial de inflación y un aumento de los costes salariales frente a Alemania que minó la competitividad de la economía española, hizo que los tipos de interés reales fueran negativos durante mucho tiempo y provocó una explosión del endeudamiento de familias y empresas cuyas secuelas todavía padecemos.
Para colmo de males, en otra paradójica manifestación del teorema del sub-óptimo, el gran dinamismo de las entidades de crédito españolas, muy superior a los de otros sistemas bancarios más anquilosados –como el de Alemania, Francia o Italia–, contribuyó a abaratar el tipo de interés de los préstamos hipotecarios y a alargar su plazo de amortización, lo que atizó la “burbuja inmobiliaria” y llevó a las entidades de crédito españolas a captar en los mercados internacionales esos cuantiosos fondos cuya refinanciación ahora nos está provocando tantos sudores. Una teórica virtud –un sistema bancario competitivo y eficiente– agravó, pues, los desequilibrios macroeconómicos.
La reforma laboral que mañana pondrá en marcha el Gobierno debe ser extremadamente ambiciosa y responder a las legítimas aspiraciones de las empresas, que son las que generan empleo. No sólo se trata de ganar credibilidad frente a las instituciones internacionales e inversores extranjeros llamados a financiar nuestras abultadas necesidades de financiación. Se trata también de lograr, con varios años de retraso, una de las condiciones esenciales para que un gran paso hacia el ideal –nuestra incorporación al euro– siga siendo una fuente de prosperidad.
Cuando a finales de 1988 el Gobierno de Felipe González se amedrentó a raíz de la huelga general que organizaron los sindicatos a favor de un “giro social”, cometió graves errores de política económica –entre ellos, una política fiscal expansiva y pro-cíclica– que desembocarían en la crisis de la peseta que se inició en septiembre de 1992. Por entonces, teníamos una moneda que, aunque “cutre” y de escaso prestigio, era susceptible de devaluación periódica, lo que hacía de ella una imperfección útil que compensaba las demás imperfecciones de nuestra economía. Pero desapareció definitivamente y ahora, integrados en el euro, debemos aspirar a la perfección.
En su reciente libro Economics Without Illusions (2009), otro economista canadiense mucho más joven que Lipsey, Joseph Heath, critica el injustificado olvido en que ha caído el teorema del second best e ilustra su contenido esencial con una metáfora turística: si el presupuesto no nos llega para un billete hasta Hawai, no debemos comprar uno que cubra el 90% del trayecto.
Ojalá que en el camino hacia la perfección que mañana anunciará el Gobierno no nos quedemos a mitad de camino.
Ojalá que en el camino hacia la perfección que mañana anunciará el Gobierno no nos quedemos a mitad de camino.