También podría titularlo “El invierno de Europa”, pero otra vez Ken Follet se me ha adelantado.
Leo en un artículo que alguien prevé que el invierno de España dure 25 años.
Desde la ventana que tengo enfrente el invierno queda muy bien descrito. Y cuatro o cinco meses por delante parecen una eternidad. Así que ruego a los dioses del Olimpo que los agoreros se equivoquen.
Con tantos años por delante para purgar nuestras culpas tendremos tiempo de mirar atrás para ver qué hemos hecho mal y aplicarnos cada día el látigo de los penitentes.
¿Qué hemos hecho mal para merecer tanto castigo? Simplemente, creernos más ricos de lo que éramos. Un pecado capital para el que no hay perdón inmediato sino irremediablemente una larga penitencia.
Aún recuerdo la visión que teníamos en la España de los años 70 de los verdes paraísos del Norte. El complejo de inferioridad con que nos fustigábamos ante los ricos alemanes personificados en “las suecas” que llenaban nuestras playas en verano.
De alguna manera esa visión empezó a cambiar con la entrada en la Unión Europea. De repente empezamos a recuperar parte de nuestro orgullo como país, ya que no de nación porque eso no lo hemos recuperado nunca, si es que alguna vez lo tuvimos.
El día en que fuimos al cajero del banco para ver cómo eran los Euros creo que todos sentimos como si hubiéramos quemado definitivamente los harapos de la miseria en una hoguera de vanidad general y compartida.
Para entonces yo ya había comprobado dos veces lo gruesas que son las paredes de las cajas de seguridad de los bancos medievales.
No, claro, no había asaltado ningún banco. Pero había pedido ya dos créditos para comprar dos casas. La primera, a mediados de los años 80. Con una modesta pero decente nómina acudí con mi mejor traje a una oficina del Banco Popular en Valladolid para pedir un millón y medio de pesetas (9.000 €).
Aquel empleado de banca tenía pinta de sacristán, supongo que no podía ser de otra forma en ese banco. Mientras le explicaba que necesitaba ese dinero para cubrir los tres millones y medio de pesetas que me pedían por el piso (el resto me lo había prestado mi familia), yo ya sabía que estaba en el lugar equivocado, frente al tipo equivocado.
Me pidió avales de todas las propiedades de mis padres que hubieran bastado para devolver unas veinte veces el dinero que yo necesitaba.
Así que me levanté lentamente, le lancé la peor de mis miradas de pobre y sin recursos pero con mucho orgullo y me fui sin decir adiós.
Poco después, en el banco de la esquina, el Banco Comercial, me dieron un crédito personal que tuve que pagar con un 18,50% de interés (TAE 21,5%). Como el piso merecía la pena, mereció también la pena pagar esos intereses usurarios.
Años después, la mala suerte quiso que, al comprar la segunda vivienda en Madrid, a mediados de los 90, la cooperativa había suscrito el crédito con el Banco Popular. Entonces los créditos estaban ya en el 12,5%. En cuanto pude lo cambié a otro banco, claro, porque yo había jurado no pisar más en ese aunque para entonces ya tenía la certeza de todos eran igual. El caso es que el interés fijo del 9% me parecía un verdadero chollo. Luego, en vista de cómo evolucionaban las cosas, lo cambié nuevamente a uno variable. Acabé pagando teóricamente el préstamo hipotecario, poco más o menos cuando llegó el Euro, a un 4,5%, creo recordar. En realidad, lo pagué mucho más caro porque los intereses se pagan por anticipado, en una medida unilateral de los bancos que nunca me he explicado: primero te hacen pagar los intereses, de forma que te queda todavía la mayor parte del dinero como deuda, con lo cual tienes más peligro de que te embarguen. Pero así son las cosas. Y deben ser inevitables, porque, gobierne quien gobierne, los contratos de los bancos siempre son leoninos y engañosos y nadie hace nada por evitarlo.
He contado mi experiencia con las hipotecas y los créditos para que se vea que lo vivido en los últimos 12 años en España a mi me sonaba artificial, falso, inflado, burbujeante, vamos…
Yo veía cómo compañeros, amigos, vecinos, conseguían créditos con una facilidad pasmosa, compraban coches, casas, ropa, cenas, viajes…
Había llegado “la primavera de España”. Los pajarillos cantan, las flores se levantan, tenemos superávit presupuestario, somos los tigres del sur, hemos pasado a Italia y pasaremos a Francia, tenemos el mejor sistema financiero del mundo, queremos un asiento en el G20, etc., etc.…
Para entonces estábamos ya en el “annus horribilis I” pero nadie quería reconocerlo.
Lo que ha pasado desde entonces no hace falta recordarlo. Lo vivimos a diario. La humillación que todos los días nos lanzan desde el Norte de Europa de que somos “los pobres del sur”, derrochadores, vividores, irresponsables, poco productivos, ha acabado por infundirnos otra vez el maldito complejo de inferioridad.
Ahora ya no somos el gañán con boina, pero es igual, hemos vuelto a ser mano de obra barata para Alemania. Los italianos aún visten mejor que nosotros y les está reservado el mismo destino.
¿Tan grave es el pecado de querer sacudirnos la roña de décadas de miseria?
Ahora mismo parece que sí. El caso es que podría jurar sobre la escritura de mi primera casa que los españoles trabajamos más que los alemanes y somos tan cumplidores o más que ellos. Pero las deudas hay que pagarlas. Esa es la diferencia. No merece la pena irse de vacaciones a Mallorca a crédito, en eso sí nos pueden dar lecciones.
Echo la visa atrás y no puedo por menos de darme de bruces con la realidad de que la mayoría de “los inviernos del mundo”, los ha provocado algún país europeo. Los últimos, sin ir más lejos, Alemania. Así que no conviene confiar en Alemania para hacer más tolerable el invierno que se nos viene encima. Aquí están acostumbrados al invierno.