Aunque el término burbuja esté en boca de casi todos salvo cuando debe estarlo –a saber, cuando realmente se está gestando una burbuja–, pocos lo utilizan con rigor. Cualquier activo que sube rápidamente de precio no es necesariamente una burbuja, al igual que un activo que cae de precio no necesariamente ha dejado de serlo. Por ejemplo, el precio del petróleo se multiplicó por cinco entre finales de 2001 y finales de 2007, sin que por ella cupiese decir que era una burbuja (hoy sigue a un nivel similar al de finales de 2007); asimismo, el precio de la vivienda en España ha caído cerca de un 30% desde 2007, sin que por ello quepa afirmar que la burbuja de precios ya ha desaparecido por completo del panorama inmobiliario español.
La definición técnica de burbuja es que el precio de mercado de un activo sea superior a valor fundamental, es decir, a su precio de equilibrio a largo plazo. Por expresarlo de un modo más coloquial: cuando el precio de mercado de un activo es superior a aquel al que podrá comprarse o venderse de manera sostenible en el largo plazo, entonces estamos ante una burbuja. ¿Y cuál es el valor fundamental de un activo? Aquel que resulta de descontar al tipo de interés de mercado sus flujos libres de caja futuros (esto es, la renta neta apropiable para su tenedor que ese activo generará a lo largo de su vida).
Ciertamente, no se trata de una definición que ofrezca unas pautas de demarcación empíricas muy tajantes: el cálculo del valor fundamental de un activo tiene más de arte que de ciencia en la medida en que los flujos libres de caja futuros no están dados sino que tienen que ser estimados, en un contexto de inerradicable incertidumbre, por el analista. Pero, aun así, no todo vale: existen ciertas hipótesis conservadores que uno puede razonablemente adoptar y que permiten en algunos casos afirmar, casi sin género de dudas, si un activo está o no está en modo burbuja. Por ejemplo, los precios de la vivienda en España en el año 2007 no tenían ningún sentido a menos que uno asumiera que la revalorización anual media del alquiler durante los próximos 30 años iba a ser del 5%, es decir, que cada 14 años los alquileres se duplicarían.
Y así llegamos al celebérrimo caso de Bitcoin, la moneda electrónica descentralizada cuyo valor se ha llegado a multiplicar por 17 en unos pocos meses para desplomarse casi un 30% en apenas una semana. Son muchos los economistas que llevan meses calificando a Bitcoin de burbuja, de nuevo timo piramidal a los tulipanes holandeses. El último ha sido el ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, quien, tras manifestar que se siente incapaz de calcular el valor fundamental de Bitcoin, sí sostiene más allá de toda duda razonable que se trata de una burbuja.
Teniendo en cuenta los credenciales burbujísticos de Greenspan –sus decisiones en materia de política monetaria no causaron una burbuja, sino dos: la de las puntocom y la reciente en el mercado inmobiliario estadounidense– sus declaraciones merecerían ser tenidas en cuenta. Aquel al que apodaron El Maestro resultó ser, justamente, un maestro de las burbujas, aun cuando él negara reiteradamente su existencia mientras las estaba alimentando. Sucede, empero, que en materia de burbujas Greenspan no sólo se topa con ‘falsos negativos’ (rechaza reconocer la existencia de burbujas que sí lo son) sino también con ‘falsos positivos’ (defiende la existencia de burbujas que no lo son). Al cabo, una llana lectura de sus premisas basta para descartar su controvertida conclusión: si Greenspan reconoce no saber cuál es el valor fundamental de Bitcoin, ¿cómo es capaz de afirmar que es una burbuja, esto es, que su precio actual de mercado se sitúa por encima de ese ignoto valor fundamental? Simplemente, no puede.
Otra forma de plantear el error de Greenspan es regresando a la definición de burbuja que hemos expuesto al principio. ¿Alguien puede hoy afirmar que el precio de mercado de Bitcoin sea “superior a aquel al que podrá comprarse o venderse de manera sostenible en el largo plazo”? No, nadie podría afirmarlo con un mínimo de rigor por la sencilla razón de que el precio de mercado futuro de Bitcoin únicamente depende de la cantidad de gente que la demande en el futuro. ¿Podemos afirmar que la demanda futura será inferior a la presente? No, ni mucho menos. ¿Podemos afirmar que será superior? Tampoco.
No lo sabemos, por cuanto Bitcoin es un activo en proceso de convertirse en moneda, esto es, en medio de pago generalmente aceptado dentro de una comunidad comercial: si Bitcoin triunfa –y hay motivos para que lo haga–, podría convertirse en la moneda de una comunidad comercial lo suficientemente amplia que catapultaría su precio de mercado a cotas muy superiores a las actuales; si Bitcoin fracasa –y también hay motivos para que lo haga–, su limitado uso podría hundir su precio de mercado a niveles mucho menores a los actuales. ¿Qué sucederá? Nadie lo sabe y, por consiguiente, tan especulativo es calificar a Bitcoin de burbuja como tildarla de inversión extraordinaria con unos estratosféricos rendimientos garantizados.
Una vez descartada la hipótesis adoptada por muchos de los que no entienden la naturaleza de Bitcoin –que su valor fundamental es cero y que cualquier precio de mercado superior a cero lo convierte en una burbuja–, es imposible determinar, siquiera dentro de franjas razonablemente conservadoras, cuál será el valor futuro de Bitcoin. Como todo activo que brega por ser monetizado –por ver cómo su valor se estabiliza, cómo los agentes económicos lo atesoran como parte de sus saldos líquidos de caja y cómo comienzan a nominar sus créditos y sus débitos en esa moneda–, las fluctuaciones del precio de Bitcoin serán muy violentas. La profundidad de su oferta y la profundidad de su demanda (el número de personas dispuestas a venderla y comprarla a un precio fijo) siguen siendo escasa, por lo que el activo es altamente ilíquido. Pero ningún dinero comienza siendo dinero: la liquidez es una cualidad que se va adquiriendo con el aprendizaje de los agentes que comercian con ese activo y que terminan viéndolo como un ancla patrimonial preferible a todas las demás.
Bitcoin hoy no es ni lejanamente dinero para todos aquellos que la compran o la venden. Pero eso no significa que no pueda terminar siéndolo en el futuro. Y si termina siéndolo, su precio actual no es que se vaya a revelar como sostenible, sino como extraordinariamente bajo. La consigna de “Bitcoin es una burbuja” resulta falaz, no porque el precio de Bitcoin no pueda caer abruptamente, sino porque no está condenado a hacerlo. Y si no lo está, no podemos lanzar el aventurado mensaje de que quienes estén comprando hoy Bitcoins terminarán perdiendo hasta la camisa: no sólo no tendrían por qué sufrir semejante quebranto (aunque cabe tal posibilidad), sino que bien podrían convertirse en los nuevos multimillonarios de mañana. Dejémoslo claro desde un comienzo: nadie sabe qué va a suceder, ni aquellos que auguran su rotundo fiasco ni aquellos otros que pronostican que terminará reemplazando a todas las divisas mundiales.
A partir de ahí, la elección es suya.
Juan Ramón Rallo