Primera glosa al desarrollo sostenible  
Por Juan VELARDE FUERTES  
Premio Extraordinario en su  doctorado, catedrático de la Universidad de Barcelona y de la Complutense,  miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Consejero del  Tribunal de Cuentas desde 1991, Premio Nacional de Literatura de Ensayo en 1971,  el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales de 1992, o el más reciente de  Economía, el premio Rey Juan Carlos I, en 2002. Nacido en Asturias, Juan Velarde  Fuertes es uno de los economistas con mayor prestigio de nuestro  país.
 Desde el comienzo de la Revolución  Industrial el hombre tuvo miedo ante lo que había hecho. Le pareció que algo así  como el castigo de Prometeo por robar el fuego del cielo, amenazaba a toda la  Humanidad, por haber roto el sendero apacible que se derivaba de la Revolución  del Neolítico. Sucesivamente surgieron los pánicos. El primero fue el derivado de Malthus y su convicción de lo  que iba a acontecer con el incremento de la población. La ley del mínimo de  Liebig y el descubrimiento de toda una serie de técnicas para fabricar  fertilizantes químicos, ligada a la segunda etapa de la Revolución Industrial,  liquidaron el problema.
 La segunda oleada de pánico surgió del ensayo del genial economista  Stanley Jevons, uno de los descubridores del marginalismo, quien con su folleto  "The coal question" sembró la alarma ¿Qué iba a suceder con la Revolución  Industrial cuando se agotasen las minas de carbón? Un mineral fósil no es  eterno, y esta fuente de energía, que había pasado a ser fundamental no podía  sostener un fuerte desarrollo mundial de modo ilimitado. También de la segunda  etapa de la Revolución Industrial es el descubrimiento de la corriente alterna,  que hizo posible trasladar a grandes distancias cantidades considerables de  energía eléctrica, y el comienzo del empleo de hidrocarburos para el  funcionamiento del motor de explosión. Ambos descubrimientos aminoraron  enormemente el problema. Casi simultáneamente, a partir de la ecuación  fundamental de Einstein y de la observación de lo que acontecía en dos grandes  segmentos de la Tabla Periódica de los elementos, se comenzó a trabajar en  procedimientos que en el fondo eran de conversión de materia en energía, de  donde procede la energía nuclear y procederá la energía de fusión. Surgieron  asimismo otros miedos parciales, que no tenían este fuste, pero que causaron  algún miedo, como fue el de la posible falta de papel en el futuro, como  consecuencia, sobre todo, del consumo de la prensa, o la falta de tierra  cultivable por la expansión de las ciudades, de las vías de comunicación, de las  fábricas, de los lugares de esparcimiento. Y llegó, hace bien pocos años, el  gran pánico. Desde la Conferencia Mundial de Población en 1965, con las  declaraciones de un geólogo, Hubbard, sobre «la ciega dilapidación de los  recursos mineros» que iba a llevar a una especie de una nueva Edad Media, al  trabajo dirigido para las Naciones Unidas por Leontief, "1999", en el que se  formulaban pronósticos terribles para ese año -que, por cierto, ninguno se ha  cumplido-, pasando por los sucesivos informes del Club de Roma, a partir del  titulado «Los límites del crecimiento», toda una oleada de escritos  apocalípticos cayó sobre la opinión pública. Al coincidir, desde 1973, con una  subida coyuntural en los precios de los hidrocarburos, de las materias primas y  de los alimentos, se creyó que el espectro del desastre se cernía sobre  nosotros. Los políticos se asustaron, y en vanguardia el presidente Carter. En  España, en esta línea estuvo un Plan puesto en marcha como ministro de Industria  por Rodríguez Sahagún.
 Resultó de todo esto una rechifla colosal  en el terreno científico. Manners desde la cátedra indiscutible de la Royal  Geographical Society, mostró cómo todos estos cálculos de nuestros recursos  naturales estaban mal hechos. Drucker, con ironía, agudísimo, nos informó en un  artículo aparecido en «Foreingn Affairs» de la revolución colateral que  provocaban los nuevos materiales, hasta hacer temblar a los empresarios mineros  del mundo entero, porque se basaban, esencialmente, en productos tan inagotables  como el silicio. Por si todo esto fuese poco, la acumulación de trabajos  científicos provocó la irrupción de lo que «Business Week» llamó «la Nueva  Economía», basada en los ordenadores, en la exploración del espacio exterior, en  los transgénicos, en la energía de fusión, mientras las Naciones Unidas  comprobaban la desaceleración en el crecimiento demográfico, y pasaban a estimar  que en este siglo muy probablemente contemplaríamos su estancamiento en la línea  de lo defendido por Condorcet frente a Malthus. Es decir, por todos los lugares  se veía surgir la llamarada optimista derivada de una frase espléndida de Hegel:  «Cuando el hombre convoca a la técnica, la técnica siempre  comparece».
 Un poco después, el Premio Nobel de  Economía, Fogel, nos mostraba, en su discurso de despedida como Presidente de la  American Economic Association, de qué modo crecía la productividad en los países  ricos, de manera tal que a mediados del siglo XXI el alud de bienes creados en  los mismos sería colosal. El problema económico, como había señalado Keynes en  Madrid, en 1930, sería la posible abundancia de un ocio incompatible con la  dignidad.
 Todo esto lo había fabricado el  capitalismo. Pero en 1950 éste -recordemos el ensayo de Schumpeter- parecía  encontratarse en franca derrota. Las huestes sin embargo puestas ahora en fuga,  que consideran a priori el capitalismo como una abominación, buscan salidas,  argumentando que esto es cierto, pero que este sistema es el causante de la  pobreza de multitud de pueblos. Recordemos, sin embargo, que el capitalismo  exige economía de mercado y ésta es incompatible con la corrupción. Ésta  destroza la competencia e imposibilita el progreso. Conviene observar que Andrés  Fernández Díaz y José Andrés Fernández Cornejo han mostrado con claridad el  enlace entre desarrollo económico y falta de corrupción. De los 102 países  examinados para el año 2002 por Transparencia Internacional, únicamente merecen  una calificación superior a 5 -escasa corrupción-, 32; que realmente tengan muy  escasa corrupción, o sea, por encima de 7, sólo hay 20, y los 20 son ricos y  eficaces: con índices de 9,7 a 7,1 están Finlandia, Dinamarca, Nueva Zelanda,  Islandia, Singapur, Suecia, Canadá, Luxemburgo, Holanda, Reino Unido, Australia,  Noruega, Suiza, Hong Kong, Austria, Estados Unidos, Chile, Alemania, Israel,  Bélgica, España y Japón.
 De esto no se ha hablado por quienes, por  ejemplo, en Johannesburgo, han lanzado ahora ese nuevo espantajo del  «crecimiento sostenible», basado científicamente en muy poca cosa. «The  Economist» ha hablado, el 7 de septiembre de 2002, de «argumentos estúpidos».  Tiene razón.
 Entre los muchos estudios y publicaciones  de los que es autor se encuentran títulos como "Flores de Lemus ante la economía  española", "Sobre la decadencia económica de España", "Política económica de la  dictadura", "El libertino y el nacimiento del capitalismo", "El tercer viraje de  la Seguridad Social en España (Aportaciones para una reforma desde la  perspectiva del gasto", "Economistas españoles contemporáneos: primeros  maestros", Director del volumen "1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo.  Cómo España superó el pesimismo y la pobreza".